La busco, no sin culpa, en los pelos rojos y las pieles blancas. La busco, no sin ansias, en los cafés y las librerías. La busco no porque la quiera ver, sino porque la quiero ver.
La encuentro en las chicas que sacan placer de las drogas y el alcohol, en todo lo que está en verso. Me sorprende en el sonido de mi pluma sobre el papel y en el de los dientes que pasan de mascar chicle a sonreír. La recuerdo en los colchones de goma de los hoteles de alojamiento y en la tinta plateada contra las hojas negras. Me asalta en todo lo que me gusta y en todo lo que desprecio. La encuentro no porque esté ahí, sino porque está ahí.
En los libros y en el chocolate blanco. En la sola mención de las palabras “licor de melón”. En las poetisas suicidas y en Girondo. En la literatura argentina, excepto en ese bunker que es Fogwill. En el naranja de la “e” de “enamorar”, el mismo tono que su pelo la última vez que lo vi caer sobre su cintura desnuda. En todo lo tibio. En las chicas que, a pesar de creerse artistas, de vez en cuando hacen arte. En la tarjeta con sus iniciales escritas en violeta clavada en mi pared. En la blancura del jazmín y en los nombres que empiezan con “L”. En las serpientes. En el miedo y la ira. En la pretensión. En las personas que no muestran reverencia. En los que creen que son los únicos seres pensantes. En el uso exagerado del vocativo “boluda” para abrir cualquier nuevo tema en una conversación. En las zonas de Capital que no piso. En el símbolo para “tóxico”. En los perros golpeados. En los chetos que le temen a la muerte. En mi uniforme. En las cofradías que me quieren como miembro. En las chicas que fuman mentolado. En los vezos con gusto a fruta.
Ella está ahí como la muerte en el fondo de un reloj a cuerda, como Morfeo en todas las costillas de chicas que toco. Está ahí, igual que Anansi en cada carcajada o la Horda en el impacto de una empuñadura contra un escudo.
Que esté. Lo peor que puede pasar, es que te guste.
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